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Un día sin marihuana

  • Foto del escritor: Guillermo García
    Guillermo García
  • 29 oct 2020
  • 9 Min. de lectura

Nadie quiere tocar la droga, pero nadie rechaza sus dividendos porque el dinero no tiene color Marihuana: el debate entre la legalización y las políticas prohibicionistas en México Alicia Hernández de Gante y Jorge Lora Cam


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La pantalla del celular se encendió, lo había puesto en vibrador y ni siquiera se había dado cuenta de que llamaban hasta que notó la pantalla iluminarse de forma intermitente; en ella el nombre de Jacinto; aunque el celular era viejo, poseía esa tonadita que caracteriza a los smartphone’s, JG que lo había esperado desde que inició el día, la eriza lo hizo madrugar. Contestó.  

  • Wey, ya estoy afuera de tu casa- dijo la voz al otro lado del auricular

  • Cámara, ahorita bajo.

Al llegar a la puerta, Jacinto se encontraba recargado en el cofre de su auto, fumaba un cigarrillo mentolado con sabor a pepino. El día estaba en su punto, eran las tres de la tarde.

  • Oye, el Froyd no me contestó, wey, creo que hasta cambió de número.

  • Ánde, ¿y eso?

  • Pues me preguntó que cómo lo tenía guardado, que porque luego los puercos los tuercen y ahí andan molestando con las llamadas

  • ¿Y eso qué o qué?

  • Pues que me dio otro número de teléfono

  • ¿Y no lo tienes?

  • Sí, pero no contesta.

  • Pues como vil yonqui, a banquetear mi estimado. – La expresión en el rostro de Jacinto delataba su malestar, ahora ya nadie sale a conectar a la calle, lo de hoy es el e-dealer, la droga a domicilio, aún así decidió seguirlo.

Sabían que la búsqueda no podía extenderse mucho, un par de kilómetros apenas. Decidieron hacer el recorrido a pie pues tenían en mente ir al Mezcal y no existí la confianza necesaria como para entrar con algo de valor. Jacinto colocó sus cosas dentro de una mochila y metió esta en la cajuela del auto. Comenzaron a caminar.

Estaban en la España, podrían haber intentado “parar” por ahí, pero no era tan fácil como uno lo esperaría, y esto,  por dos sencillas razones, primero: en la España hace aproximadamente tres meses que no venden marihuana, pues el negocio no resulta redituable, no es lo mismo esconder diez dosis de a cien, que un quinientos de mota (dicen los que saben), y segundo, porque no es lo mismo que un oficial te halle unos moñitos a que te encuentre una choncha.

En el caso de la marihuana, podrían pasar inadvertidos, de ser descubiertos les hubieran decomisado el producto, y habrían tenido que conseguir más, era todo. En el caso de la choncha, hubieran terminado en los separos mientras los oficiales discutían, nomás por joder, en si uno era Tecolín o nomás consumidor ocasional, en fin, ellos podían convertir una choncha en dos u ocho, a quién podría importarle.

Al comenzar a avanzar, se econtraron al Ranas, dealer de la zona, y le preguntaron si ya había mota en el Mezcal, pues él “nectaba” por aquel sitio, y había ido, apenas, la semana pasada, para descubrir que el barrio estaba igual de seco que el suyo. Acá no hay fallas entre dealers, nosotros somos como la cuchara de la comida, dijo alguna vez el Ranas, somos los que sacamos la mierdita, pues. El encargado es el plato, y el patrón el pozole. Poco les importa lo que haga o deje de hacer el otro, siempre y cuando no lo hagan dentro de su zona.

  • Nel, no sé, perrito. No he ido, pero pos anda, a la mera y hay algo, y si hallas, me rolas un poquillo, carnal, porque la neta ando bien erizo y liso, liso como la piedra

  • Y eso – Contestó JG con sorpresa.  Jacinto se limitaba a mirarlos a una distancia corta.

  • Pues en la mañana nos cayó el pinche Gobierno, ya ves que andan bien perros

  • ¿Y no te quitaron nada? ¿Todo chido?

  • Pues me bajaron como seis dosis.

Usualmente en el barrio detenían de una a tres personas por día, dependiendo del humor de los oficiales a los que les tocara hacer rondín; no les importaba mucho aquello de la propiedad privada, o esas cosas de los derechos humanos; militares y estatales bajaban con sus armas largas a andar entre las calles, se asomaban a las casas, golpeaban las puertas y amenazaban a las señoras; los derechos eran un privilegio, aplicaba el estado de excepción.

A las pocas horas de ser detenidos, esto lo contó el Ranas, tenían que regresarse al jale y avisar lo más pronto posible al patrón cuánto dinero y cuántas dosis les habían bajado. No había espacio para mentiras, pues según el Ranas, el patrón nomás pregunta para destantear, pues él ya sabía lo que les habían quitado debido a que elementos del mismo operativo le armaban a la chiva. Cada vendedor poseía un celular desde el que reportaba a determinada hora del día cuántas dosis le quedaban y el efectivo que tenía, es importante que no te apendejes, si te dieron quince dosis y tienes diez, a huevo tienes que traer quinientos varos, si te apendejas o le dices que te espere en lo que cuentas, te carga la chingada, el patrón se da cuenta de que andas bien pendejo y te dan una calentada por andar de prendido, el jale está en no paniquearse y chambearle por la derecha. Las consecuencias del Narcoestado.

Avanzaron por la José Díaz; pasando el jardín, un convoy militar los detuvo y les pidió recargarse sobre la patrulla para una revisión, sin siquiera el típico revisión de rutina; los militares no lo necesitaban, el acto era inconstitucional, sí, pero a quién podría importarle que detuvieran a un par de sujetos dentro de una colonia de malvivientes, el simple hecho de decir que te detuvieron avanzando sobre la España ya representaba un cargo en tu contra y te hacía sospechoso de los delitos que se les ocurrieran. Así funcionaba la creación del enemigo, especulaciones y falacias presentadas como pruebas contundentes.

Jacinto no habló, guardó la calma y se dejó revisar.


Vaciar los bolsillos, las manos hacia arriba y las piernas abiertas.  Estaban limpios.

Las preguntas fueron las de siempre: ¿Qué hacen aquí? ¿A dónde van? ¿A qué le ponen? ¿Seguros que no le ponen a nada? Para rematar con el cierre de oro: no los queremos volver a ver por acá, porque si no, nos los llevamos.

Las estrategias utilizadas por los elementos de seguridad resultan paradójicas comparadas con el cargo que ejercen; a pesar de no traer nada, uno logra sentirse culpable, vive con el miedo a que de repente, en el bolsillo, aparezcan unos cuantos gramos de coca, una chonchilla amarillenta, un ácido, las ramitas del toque o cualquier cosa que pueda incriminarte fácilmente; resulta triste que los elementos de protección ocasionen ese tipo de desconfianza: llegan con frases intimidatorias, engrosan la voz, algunos llevan una capucha sobre el rostro y bajan sujetando sus armas, como si uno fuera un capo buscado internacionalmente que representa amenaza. Sabemos que libran una guerra, pero las cifras aún no logran esclarecernos en contra de quién.

  • Wey, ¿qué pedo con tu barrio?

  • De qué o qué

No dijimos nada más, seguimos avanzando.


II

La creación del enemigo y los daños colaterales


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En una declaración que hace un soldado llamado José, dice, que las órdenes eran matarlos a todos, porque los muertos no hablan. El soldado Alberto, por su parte, refiere que no hay una manera clara de reconocer a los traficantes. Comentaba que el procedimiento era precario. Consistía en disparar en contra de camionetas manejadas con irregularidad si estas llevaban rastros de lodo, narcocorridos y vidrios polarizados. Así pues, fue como Alberto se vio implicado en el asesinato de una familia que regresaba de un convivio con una llanta ponchada.

 La creación del enemigo instauró, también, la creación de los daños colaterales en el país, y la guerra contra el narco comenzada en el 2004, a pesar de declararse abiertamente hasta llegar Calderon, no hizo otra cosa que incrementar los índices de violencia en el mismo: según datos de la Human Rights Watch, a partir de la fecha mencionada las violaciones de los derechos humanos han ido en aumento de forma alarmante; incluso, durante una ceremonia oficial el ejército recreó la escena de un desmantelamiento a un grupo de “narcos” que viajaban a bordo de un vehículo particular escuchando narcocorridos a todo volumen y con los vidrios polarizados, de esto hay video. La escena no pudo despertar nada salvo una lluvia de risas en las que el mismo Calderón se vio implicado.

No sabían que método habían utilizado para definir que eran posibles consumidores y detenerlos, pero teniendo en cuenta la declaración de Alberto, era fácil suponer que había sido precario.

Cuando llegaron al Mezcal, entraron sin la menor desconfianza, vivir en la España le había enseñado a JG que aquello de los barrios calientes no era más que un mito. Entraron por la parte trasera, la que está pegada a un costado del jardín de la poesía, el chiste se cuenta solo.

Jacinto dijo que aquello simulaba una favela brasileña, los pasillos angostos, la gente sentada en el suelo observando al que pasaba, los edificios rasgando el cielo, los tendederos de ropa entre las escaleras.

Avanzaban un par de pasos, y hallaban una suerte de laberinto que propiciaba la atmosfera de encierro y desesperación; no había lugar hacia a dónde correr.

No se dieron cuenta de que los habían seguido, al llegar al jardín les detuvieron en seco ¿quién chingados son y qué hacen aquí?, preguntó un sujeto alto que no habían notado avanzar detrás de ellos, el tipo vestía una camisa resacada gris, llevaba un pantalón militar, tennis, y la cabeza rapada.

  • Veníamos a comprar mota- contestó JG, Jacinto no dijo nada. Estaba asustado, después diría que en ese momento pensó que ya no saldría de aquel lugar de otra forma que no fuera con los pies por delante.

  • No, aquí ya no vendemos mota como desde hace mes y medio, pinches marihuanos, luego nada más vienen a que uno les dé un toque o dos, quieren comprar de a tostones y luego se quejan de que los andas caciqueando- El sujeto se quedó en silencio un momento– Lléguenle a la verga, y cuando quieran comprar algo métanse por la calle de la cenaduría, si se vuelven a meter por allá se los va a cargar la chingada.

Jacinto y JG salieron del laberinto, estaban asustados. Tuvieron que convencerse de continuar hacia la Nacozari. Jacinto insistía en encargar por internet, pero les interesaba la historia. No, Jacinto, no. Debe costarnos conseguir esa madre, si no, qué se va a contar.

Cruzaron la avenida, y llegaron a la Naco, se metieron por el primer andador, ahí preguntaron a un par de cholos dónde podían parar, ellos dijeron que en el barrio no había nada, y que lo poco que había estaba bien casiqueado, si paras un cincuenta, te vas a armar tres toques a lo mucho, si quieres te llevamos, pero a la segura, mejor en la Pime o en el Tivoli.

Ya estaban ahí, para llegar al Tivoli no faltaba nada, así que decidieron bajar un poco y ver qué se podía conseguir. Pasaron las vías, tuvieron que brincar un par de vagones, caminaron hasta la vecindad y comenzaron a preguntar dónde podían parar

. Un travesti les dio la clave del necte, pero tampoco había marihuana en el Tivoli, les ofreció variedad de drogas duras, les habló de los bien que cosquillea la nuca luego del primer jalón al foco, les dijo que eso era mera carne de Dios, que tenían que probarlo, que la mota se quedaba pendeja a lado de esa madre.

Las casas de la vecindad son feas, es como una especie de túnel que te lleva a descubrir ciudades extrañas. La versión más fiel de lo que podría haberse vuelto Katmandú de habitarse por hippies.

Entre pretextos y demás, lograron salir, no sin antes, regalarle 30 pesos a la chica que les intentaba convencer de llegarle al foco.

Se sentían expuestos a un mundo que no les pertenecía, en el que no eran y del que intentaban escapar de la mejor manera posible, sin importar cuánto dinero tuvieran que perder para lograr dejarlo.

Regresaron. Recogieron sus pasos hasta llegar al colegio Salesiano; de ahí bajaron rumbo a la Pimentel; llegaron al jardín, avanzaron una cuadra, dieron vuelta a la izquierda; JG quería apuntar los nombres de las calles, pero aquello se había vuelto nada más una urgencia por conseguir las cosas y volver a casa, ya poco importaban las descripciones del lugar o los demás detalles.

 A la tercera cuadra se encontraron con una especie de andador, el piso tenía moho, se respiraba humedad; en la parte media almendros y naranjos se levantaban, a los costados se apilaban un montón de casas en colores pastel; sólo había un par de hogares abandonados; las viejecitas sentadas a la puerta de sus casa tejían y saludaban a los vecinos, daban las buenas tardes y sonreían. Antes de terminar el andador, llegaron a la casa, gritaron el nombre del sujeto al que buscaban y este asomó el rostro tras la cortina de la ventana que daba a la calle. Salió de casa y nos abrió el portón de malla ciclónica. Entraron en la casa.

  • ¡Ah! Cabrones ¿y por qué no vinieron aquí? Ya saben que yo siempre tengo – El Güero sonreía, era un viejo de unos cincuenta años, con aspecto de hippie.

  • Pues sí, pero la onda era vivir el necte, Güero – Le contestó JG. Jacinto no decía nada, sólo quería salir.

  • Pinche Guille, siempre con tus mamadas, un día te va a venir cargando la verga, eh. Bien trucha, carnalín.

  • No hay falla Güero, pero, oye ¿por qué ya nadie vende mota?

  • Nel, esa madre ya no deja. Ahorita nada más vendemos los poquiteros, gente como yo, pues, que me vengo a vender acá para no tener pedos con la plaza, ellos no siempre venden mota, pero tampoco dejan vender, está raro el jale.

El Güero vivía en la España con su mujer, de ahí se conocían él y JG, pero en el barrio había mucha placa como para ponerse a vender, por eso había decidido rentar su casita en un barrio sin broncas y desde ahí hacer su negocio. Le iba bien, pero a decir de él no ganaba mucho.

Les entregó la marihuana dentro de una bolsa Ziploc, y les ofreció un porrito antes de que se fueran, pero JG le había prometido a Jacinto que apenas tuvieran la yerba saldrían de regreso a casa y la historia no se repetiría.

El Güero les pidió que tuvieran cuidado, se despidió de ellos con cariño y les dijo que comenzaran a sembrar, que lo de ahora era el autocultivo, él tenía como para surtir dos meses más y ya.

Jacinto y JG caminaron de regreso a casa y no dijeron nada durante el trayecto.

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<<<HLZADA>>>

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